«¡Cómo me toques otra teta, te atizo!». En 1984, Mauricio Vicent tenía 20 años. Harto de Madrid -entre otras razones porque, a pesar de La Movida, el tema del ligoteo estaba complicado-, se lía la manta a la cabeza, viaja a Cuba y, fascinado por la isla, decide quedarse a vivir. Durante dos décadas, Vicent sería corresponsal de El País, y en esos años trabó amistad con Juan Padrón, toda una leyenda del tebeo y la animación cubanos -suya es la mítica ‘Vampiros en La Habana’-. Juntos firman ‘Crónicas de La Habana. Un gallego en la Cuba socialista‘ (Astiberri), una novela gráfica nostálgica y sabrosona.

Crónicas de La Habana

Con ‘crónicas’ por título y con un periodista de larga trayectoria como co-autor, el anuncio de este trabajo podía augurar una nueva incursión en los cada vez más concurridos terrenos del periodismo en viñetas. Nada más lejos de la realidad: estas crónicas son más cercanas a las de Guy Delisle que a las que se leen en la prensa. Por las páginas de este tebeo desfilan las vivencias del joven Vicent recién llegado a Cuba, en un periodo de optimismo para la isla -justo antes de que cayera el bloque soviético y, por tanto, el principal apoyo del régimen castrista-. Predomina en las páginas el género autobiográfico, pero las anécdotas que narra también sirven para componerse una imagen fehaciente de cómo era en aquellos momentos Cuba, cuán alegre e indolente era aquella sociedad siempre al filo del alambre.

El choque cultural de Vicent empieza nada más llegar al hotel, el más lujoso de La Habana, en el que las cucarachas pululan a sus anchas. «No hacen ná», le dice el veterano botones para su asombro. Luego descubrirá las cartillas de racionamiento, y el ingenio de los isleños para solventar sus carencias; también los mojitos, las mujeres… Y el sistema de becas para extranjeros, por el que el gobierno le paga los estudios y la residencia en la isla. A partir de ahí, como estudiante, conoce la idiosincrasia cubana, una forma de ser que parece tener su máxima expresión en esas guaguas cochambrosas y atestadas que recorren las calles de la ciudad.

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Leyendo ‘Crónicas de La Habana’, se entiende por qué Vicent elige este periodo, y porqué opta por este tipo de narración autobiográfica. El ánimo es reflejar esa Cuba a la que llegó, aún sin la mirada curtida, en la que apenas encontró turismo y en la que se podía palpar todavía el espíritu de la revolución, con todas sus luces y sus sombras. Ese extrañamiento ante la sociedad cubana, ante su mismo hablar, propicia los constantes golpes de humor que pueblan el tebeo, y que tienen en el dibujo desenvuelto y caricaturesco de Juan Padrón un perfecto aliado. Y aunque tiene un acabado gráfico algo pedestre -esos grises…-, se le perdona, porque su estilo y forma de contar tienen un gracejo tropical encantador.

‘Crónicas de La Habana’ es un tebeo divertido y entrañable, un excelente retrato de esa pequeña isla a la que el mundo sigue mirando con asombro sesenta años después de que unos barbudos revolucionarios bajaran de la Sierra Maestra.